Nicolás Maduro es el rostro más evidente de un régimen socialista autoritario que ha arrasado con la prosperidad de Venezuela y ha sumido a millones de personas en la miseria. Desde el fraude electoral hasta la represión política, el desastre humanitario y el narcotráfico, su gobierno es una amenaza no solo para los venezolanos, sino para toda la región. Deponerlo es un imperativo moral y estratégico que ya no admite demoras ni excusas.
En las últimas elecciones fraudulentas, Maduro reclamó una victoria ilegítima, ignorando por completo la voluntad de los venezolanos. Su oponente, Edmundo González, se encuentra en el exilio, mientras que María Corina Machado, líder de la oposición, ha sido acosada y perseguida por el aparato represivo del régimen. Mientras tanto, más de 1,800 presos políticos, incluidos 10 ciudadanos estadounidenses, languidecen en cárceles donde son utilizados como rehenes para chantajes internacionales. Este no es un gobierno legítimo: es una maquinaria criminal que se aferra al poder con violencia y corrupción.
Ocho millones de venezolanos han huido de su país desde que Maduro asumió el poder, llevando consigo historias de hambre, represión y desesperación. La desnutrición afecta a millones, y la tasa de criminalidad sigue siendo una de las más altas del mundo. En lugar de soluciones, Maduro ha encontrado aliados en los enemigos de Occidente, como Irán, que ha instalado bases para el desarrollo de drones en suelo venezolano. Venezuela se ha convertido en una plataforma para el terrorismo internacional y el narcotráfico, una realidad que ninguna nación comprometida con la seguridad puede tolerar.
¿Por qué las sanciones no han funcionado?
A lo largo de los años, sanciones económicas y presiones diplomáticas han intentado debilitar al régimen. Donald Trump, durante su mandato, lideró esfuerzos con medidas coercitivas contundentes.
Sin embargo, estas acciones no han tenido éxito porque Maduro ha aprendido de sus aliados en Cuba y Rusia: utiliza la migración masiva para debilitar a la oposición interna y alimenta la corrupción en las altas esferas militares para asegurar lealtades. En este escenario, la estrategia de Joe Biden de suavizar las sanciones ha sido un error monumental, permitiendo que el régimen recupere oxígeno para perpetuar su dominio.
Las recompensas económicas, como los 25 millones de dólares ofrecidos por la captura de Maduro, no han hecho más que reforzar su paranoia y su disposición a mantenerse en el poder a toda costa. Mientras tanto, los militares, implicados hasta el cuello en el narcotráfico y el blanqueo de dinero, se aseguran de mantener intacto el núcleo corrupto que sostiene al régimen. Es hora de aceptar que los enfoques tradicionales no funcionarán. Se necesita una estrategia diferente y decisiva.
Una solución con fuerza y claridad moral
El precedente de Panamá en 1990 ofrece una lección que debemos tener presente. En aquel entonces, la intervención militar liderada por Estados Unidos derrocó al dictador Manuel Noriega, quien también representaba una amenaza directa para la seguridad regional. En pocas semanas, Noriega fue capturado y Panamá comenzó una transición hacia la democracia. Lo mismo debe ocurrir en Venezuela.
Maduro y sus secuaces necesitan enfrentarse a una amenaza creíble. Esto significa combinar un incentivo para el exilio, como una salida segura hacia Cuba o Rusia, con la certeza de que, si no aceptan, enfrentarán una intervención militar contundente. En el caso de Noriega, esta estrategia funcionó: la captura y extradición a Estados Unidos resultaron en décadas de prisión para un hombre que parecía intocable. Venezuela merece la misma resolución.
Muchos critican la intervención militar por sus riesgos, pero cada día que pasa bajo el dominio de Maduro los costos de la inacción son aún mayores. El sufrimiento del pueblo venezolano, la expansión del narcotráfico y la influencia de enemigos como Irán no desaparecerán con buenas intenciones ni más sanciones. Es el momento de actuar.
El papel de Estados Unidos y la moral de la derecha
Para los defensores de la libertad, esto no es solo una cuestión de interés nacional, sino también un imperativo moral. Maduro es un tirano, un criminal que ha robado elecciones, destruido instituciones democráticas y empujado a su pueblo al abismo. Los mismos liberales que se llenan la boca hablando de derechos humanos deben reconocer que, frente a un régimen así, la pasividad no es una opción. Venezuela no necesita más condenas simbólicas ni resoluciones vacías. Necesita liderazgo y decisión.
El próximo gobierno de Estados Unidos, liderado por Donald Trump, tiene la oportunidad de marcar el rumbo en América Latina. Derrocar a Maduro enviaría un mensaje claro: los regímenes criminales no tienen lugar en nuestro hemisferio. Esto no solo restauraría la democracia en Venezuela, sino que también demostraría a otros dictadores que América no tolerará más despotismos ni amenazas a su seguridad.
La historia nos juzgará
Cada día que pasa bajo Maduro es una victoria para el socialismo autoritario y sus aliados globales. Los venezolanos merecen un futuro diferente, uno donde puedan reconstruir su nación sin el yugo de una dictadura corrupta. La decisión de actuar no debe demorarse más. Dependerá de nosotros demostrar que tenemos la fortaleza y la convicción para enfrentarnos a esta crisis con la determinación que exige.
Maduro debe salir del poder. Por Venezuela, por América y por la libertad.