Trump ha decidido incendiar el tablero económico global con su última jugada: imponer aranceles del 25% a todos los bienes importados de México y Canadá, y del 10% a China. Con esta medida, el expresidente no solo desafía las normas del comercio internacional, sino que también amenaza con desatar una guerra comercial de proporciones catastróficas.
Estos aranceles, justificados bajo el pretexto de seguridad nacional, supuestamente buscan frenar el tráfico de fentanilo y la inmigración ilegal. Sin embargo, sus efectos inmediatos se traducen en inflación al alza, encarecimiento de productos básicos y represalias de sus principales socios comerciales. Canadá y México ya han anunciado contraataques arancelarios, mientras que China advierte con tomar medidas más drásticas para proteger su economía.
La rapidez con la que Trump ha lanzado esta ofensiva arancelaria ha tomado por sorpresa incluso a su propio equipo económico. Figuras clave dentro de su administración, como el secretario del Tesoro, Scott Bessent, habían defendido que los aranceles solo debían usarse como herramienta de presión en negociaciones, no como un castigo generalizado. Sin embargo, Trump ha ignorado esos consejos y ha decidido apretar el gatillo sin mediar advertencia.
El problema radica en que estos aranceles afectan sectores estratégicos para la economía estadounidense. Productos como autopartes, bienes agrícolas y energía sufrirán un encarecimiento inmediato, lo que golpeará con fuerza a la clase media y a los sectores industriales que dependen de estas importaciones.
Además, esta decisión refuerza la creciente influencia de China en el comercio global. Beijing lleva años buscando formas de debilitar la hegemonía económica de EE.UU., y esta guerra arancelaria podría ser el impulso que necesita para afianzarse como el principal socio comercial del mundo. Los economistas advierten que, lejos de debilitar a China, la estrategia de Trump podría empujar a más países a alinearse con el gigante asiático, que aprovecharía la incertidumbre para cerrar acuerdos comerciales con naciones que ya ven con recelo la política errática de Washington.
Las consecuencias en la economía estadounidense no se harán esperar. La inflación, que ya ha sido un problema recurrente en los últimos años, podría descontrolarse aún más. Las empresas que dependen de insumos importados verán cómo sus costos se disparan, trasladando ese incremento de precios al consumidor final. El bolsillo del ciudadano promedio será el primero en sufrir los efectos de esta guerra comercial.
Desde el Congreso, las reacciones han sido mixtas. Los demócratas han criticado la medida por considerarla irresponsable y contraproducente, pero carecen de mayoría para bloquearla. En el campo republicano, el silencio de la mayoría de los legisladores es ensordecedor. Solo unas pocas voces, como la del senador Rand Paul, han manifestado su preocupación, argumentando que los aranceles perjudicarán más a EE.UU. que a sus rivales.
Por otro lado, los grandes grupos empresariales han entrado en pánico. Industriales, agricultores y exportadores temen que estas políticas destruyan su capacidad de competir en el mercado global. Líderes del sector automotriz han advertido que los aranceles podrían desencadenar despidos masivos, mientras que el sector agrícola se prepara para represalias que podrían devastar a miles de productores que dependen de la exportación a Canadá y México.
En un giro aún más alarmante, Trump no descarta ampliar aún más su ofensiva comercial. Ha insinuado la posibilidad de imponer un arancel universal a todas las importaciones y endurecer aún más las tarifas contra la Unión Europea. De concretarse, esto podría desatar una crisis económica global sin precedentes.
A nivel internacional, las alarmas están encendidas. México y Canadá, los dos principales socios comerciales de EE.UU., ya han anunciado represalias. China, por su parte, advierte que tomará medidas para proteger sus intereses, lo que podría incluir bloqueos a productos estadounidenses o restricciones en sectores estratégicos como la tecnología y la energía.
Además, esta medida pone en duda la fiabilidad de EE.UU. como socio comercial. Si el presidente puede, de la noche a la mañana, romper acuerdos comerciales y lanzar aranceles arbitrarios, ¿qué garantías tienen otros países de que sus tratados con Washington serán respetados? Analistas señalan que esto podría llevar a una pérdida de confianza en la economía estadounidense, fortaleciendo aún más la influencia de China y otros competidores en el escenario global.
Trump se enfrenta ahora a un dilema. Por un lado, quiere mostrarse como el líder fuerte que no teme desafiar el statu quo. Por otro, si las consecuencias económicas de sus aranceles comienzan a sentirse con fuerza, podría enfrentarse a una reacción violenta de los votantes y de los sectores empresariales.
Lo cierto es que este movimiento marca un punto de inflexión en la política económica de EE.UU.. Si bien los aranceles han sido utilizados en el pasado como herramienta de presión, Trump ha optado por usarlos como arma de guerra, sin medir las consecuencias a largo plazo.
La pregunta clave es: ¿Está Trump preparando a EE.UU. para una nueva era de proteccionismo o está cavando su propia tumba económica?
Lo que es seguro es que, con este último golpe, el expresidente ha demostrado que su segundo mandato no será una simple repetición del primero, sino una escalada de su visión radical del comercio mundial.
El mundo observa con preocupación cómo el orden económico global tambalea ante las decisiones de un hombre que sigue gobernando con la misma imprevisibilidad y audacia que lo caracteriza.